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martes, 17 de agosto de 2010

EL TIO NICO

Tenía 13 años cuando el Tio Nico enfermó, no sabía que pasaba, pero presentía que era algo muy malo; lo encontré convulsionando en uno de los cuartos de la casa, en el piso, boca arriba; luego nos contó que había estado con hematuria unos meses atras(orinaba sangre).

Entonces le diagnosticaron Cáncer de vejiga, con metastasis cerebral, un estadío IV con mal pronóstico, incluso hoy con todo el arsenal terapéutico del cual se dispone. Recuerdo haberle visitado en el Hospital General de Barranquilla, en la sala Putnantango donde recibía tratamiento. En ese momento no imaginaba que 10 años después estaría en la misma sala atendiendo a pacientes con los mismos problemas y menos que en mi especialización 20 años después de su muerte, estaría cara a cara, todos los días con la enfermedad que lo alejó de nuestra presencia.

Pero, de alguna manera el Tio Nico si lo sabía, con mucha antelación hizo su pronóstico, aseguró que Yo sería médico y que el me acompañaría en un lujoso carro y apoyaría su brazo en la puerta, para lucir un bello reloj que llevaría en su mano.

Nicolás tenía 5 hijos, pero vivia con nosotros desde hacía algunos años, era un hombre alto, de contextura gruesa, moreno, su cabello negro, brillaba cuando le aplicaba una grasa perfumada, de vivos colores, que vendían envuelta en una película plástica transparente, la cual resaltaba sus ondulaciones. Vestía con elegancia y usaba colonia en cantidades generosas; tenía un extraordinario sentido del humor, no recuerdo haberlo visto enojado o triste alguna vez, toda situación, era para él, una oportunidad para hacer reir a los demás.

Cuando regresó del hospital, volvió con nosotros para pasar los últimos días de su vida, durante los cuales no podía caminar, lo sacabamos todos los días al patio y a la sombra de un árbol de anón, se refrescaba y soportaba estoicamente los embates de quien se sentaba a su lado invitandole a partir. Era entonces un niño que no comprendía del todo su tragedia y en ocasiones mostraba mi molestia cuando tenía que movilizarle en una sencilla cama de metal, con un delgado colchón y unas sábanas delicadas, ideales para las altas temperaturas del trópico. Me arrepiento de eso, pero era entonces un niño.

Su cuerpo se fue despidiendo lentamente, dejando ver su ósea silueta enmarcada en una tez pálida, ocre, que denotaba su mal estado de salud, sufrió fuertes dolores que solo mermaban con opíaceos que entre ruegos, solicitaba cada vez con mayor frecuencia.

Le debo una visita, este último año, lo he visitado menos de lo acostumbrado.

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